viernes, 8 de marzo de 2019

La fuente de la buena fortuna, de J. K. Rowling

En lo alto de una colina que se alzaba en un jardín encantado, rodeado por altos muros y protegido por poderosos hechizos, manaba la fuente de la buena fortuna.
   El día más largo del año, durante las horas comprendidas entre el amanecer y el ocaso, se permitía que un solo desdichado intentara llegar hasta la fuente, bañarse en sus aguas y gozar de buena fortuna por siempre jamás.
   El día señalado, antes del alba, centenares de personas venidas de todos los rincones del reino se congregaron ante los muros del jardín. Hombres y mujeres, ricos y pobres, jóvenes y ancianos, con poderes mágicos y sin ellos, se reunieron allí de madrugada, todos confiados en ser el afortunado que lograra entrar en el jardín.
   Tres brujas, cada una con su carga de aflicción, se encontraron entre la multitud y se contaron sus penas mientras aguardaban el amanecer.
   La primera, que se llamaba Asha, padecía una enfermedad que ningún sanador había logrado curar. Confiaba en que la fuente remediara su dolencia y le concediera una vida larga y feliz.
   A la segunda, Altheda, un hechicero perverso le había robado la casa, el oro y la varita mágica. Confiaba en que la fuente reparara su impotencia y su pobreza.
   La tercera, Amata, había sido abandonada por un joven del que estaba muy enamorada, y creía que su corazón nunca se repondría. Confiaba en que la fuente aliviara su dolor y su añoranza.
   Tras compadecerse unas de otras por sus respectivos padecimientos, las tres mujeres decidieron que, si se presentaba la oportunidad, unirían sus esfuerzos y tratarían de llegar juntas a la fuente.
   Cuando los primeros rayos de sol desgarraron el cielo, se abrió una grieta en el muro. La multitud se abalanzó hacia allí; todos reivindicaban a gritos su derecho a recibir la bendición de la fuente. Unas enredaderas que crecían en el jardín, al otro lado del muro, serpentearon entre la muchedumbre y se enroscaron alrededor de la primera bruja, Asha. Esta agarró por la muñeca a la segunda bruja, Altheda, quien a su vez se aferró a la túnica de la tercera, Amata.
   Y Amata se enganchó en la armadura de un caballero de semblante triste que estaba allí montado en un flaco rocín.
   La enredadera tiró de las tres brujas y las hizo pasar por la grieta del muro, y el caballero cayó de su montura y se vio arrastrado también.
   Los furiosos gritos de la defraudada muchedumbre inundaron la mañana, pero al cerrarse la grieta todos guardaron silencio.
   Asha y Altheda se enfadaron con Amata, porque sin querer había arrastrado a aquel caballero.
   —¡En la fuente solo puede bañarse una persona! ¡Como si no fuera bastante difícil decidir cuál de las tres se bañará! ¡Solo falta que añadamos uno más!
   Sir Desventura, como era conocido el caballero en aquel reino, se percató de que las tres mujeres eran brujas. Por tanto, como él no sabía hacer magia ni tenía ninguna habilidad especial que lo hiciera destacar en las justas o los duelos con espada, ni nada por lo que pudieran distinguirse los hombres no mágicos, se convenció de que no conseguiría llegar antes que ellas a la fuente. Así pues, declaró sus intenciones de retirarse al otro lado del muro.
   Al oír eso, Amata también se enfadó.
   —¡Hombre de poca fe! —lo reprendió—. ¡Desenvaina tu espada, caballero, y ayúdanos a lograr nuestro objetivo!
   Y así fue como las tres brujas y el taciturno caballero empezaron a adentrarse en el jardín encantado, donde, a ambos lados de los soleados senderos, crecían en abundancia extrañas hierbas, frutas y flores. No encontraron ningún obstáculo hasta que llegaron al pie de la colina en cuya cima se encontraba la fuente.
   Pero allí, enroscado alrededor del pie de la colina, había un monstruoso gusano blanco, abotagado y ciego. Al acercarse las brujas y el caballero, el gusano volvió su asquerosa cara hacia ellos y pronunció estas palabras:

   Entregadme la prueba de vuestro dolor.

   Sir Desventura desenvainó la espada e intentó acabar con la bestia, pero la hoja se partió. Entonces Altheda le tiró piedras al gusano, mientras Asha y Amata le lanzaban todos los hechizos que conocían para inmovilizarlo o dormirlo, pero el poder de sus varitas mágicas no surtía más efecto que las piedras de su amiga o la espada del caballero, y el gusano no los dejaba pasar.
   El sol estaba cada vez más alto y Asha, desesperada, rompió a llorar.
   Entonces el enorme gusano acercó su cara a la de Asha y se bebió las lágrimas que resbalaban por sus mejillas. Cuando hubo saciado su sed, se apartó deslizándose suavemente y se escondió en un agujero del suelo.
   Las tres brujas y el caballero, alegres porque el gusano había desaparecido, empezaron a escalar la colina, convencidos de que llegarían a la fuente antes del mediodía.
   Pero cuando se encontraban hacia la mitad de la empinada ladera, vieron unas palabras escritas en el suelo:

   Entregadme el fruto de vuestros esfuerzos.

   Sir Desventura sacó la única moneda que tenía y la puso sobre la ladera, cubierta de hierba; pero la moneda echó a rodar y se perdió. Los cuatro siguieron ascendiendo, pero, aunque caminaron varias horas, no avanzaban ni un solo metro: la cumbre no estaba más cerca y seguían teniendo delante aquella inscripción en el suelo.
   Estaban muy desanimados, porque el sol ya había pasado por encima de sus cabezas y empezaba a descender hacia el lejano horizonte. No obstante, Altheda andaba más deprisa y con paso más decidido que los demás, y los instó a que siguieran su ejemplo, aunque no parecía que con ello fueran a alcanzar la cumbre de la colina encantada.
   —¡Ánimo, amigos! ¡No os rindáis! —los exhortó secándose el sudor de la frente.
   Cuando las relucientes gotas de sudor cayeron al suelo, la inscripción que les cerraba el paso se esfumó y comprobaron que ya podían continuar subiendo.
   Alentados por la superación de ese segundo obstáculo, siguieron hacia la cima tan deprisa como les era posible, hasta que por fin vislumbraron la fuente, que destellaba como un cristal en medio de una enramada de árboles y flores.
   Sin embargo, antes de llegar encontraron un arroyo que discurría alrededor de la cumbre cerrándoles el paso. En el fondo del arroyo, de aguas transparentes, había una piedra lisa con esta inscripción:

   Entregadme el tesoro de vuestro pasado.

   Sir Desventura intentó cruzar el arroyo tumbado sobre su escudo, pero este se hundió. Las tres brujas lo ayudaron a salir del agua y luego intentaron saltar a la otra orilla, pero el arroyo no se dejaba cruzar, y mientras tanto el sol seguía descendiendo más y más.
   Así que se pusieron a reflexionar sobre el significado del mensaje escrito en la piedra, y Amata fue la primera en entenderlo. Agarró su varita, extrajo de su mente todos los recuerdos de momentos felices compartidos con el joven del que estaba enamorada y que la había abandonado, y los vertió en el agua. La corriente se llevó sus recuerdos y en el arroyo aparecieron unas piedras que formaban un sendero. De ese modo, las tres brujas y el caballero pudieron cruzar por fin al otro lado y alcanzar la cima de la colina.
   La fuente brillaba ante ellos, entre hierbas y flores de una belleza y una rareza extraordinarias. El cielo se había teñido de rojo rubí. Había llegado el momento de decidir quién de ellos se bañaría en la fuente.
   Pero, antes de que tomaran esa decisión, la frágil Asha cayó al suelo. Extenuada por la agotadora escalada, estaba a punto de morir.
   Sus tres amigos la habrían conducido hasta la fuente, pero Asha, agonizante, les suplicó que no la tocaran.
   Entonces Altheda se apresuró a recoger todas las hierbas que le parecieron útiles, las mezcló en la calabaza donde sir Desventura llevaba el agua y le dio a beber la poción a Asha.
   Entonces Asha se incorporó y al cabo de un instante ya se tenía en pie. Más aún, todos los síntomas de su terrible enfermedad habían desaparecido.
   —¡Estoy curada! —exclamó—. ¡Ya no necesito bañarme en la fuente! ¡Que se bañe Altheda!
   Pero esta se encontraba muy entretenida recogiendo más hierbas en su delantal.
   —¡Si puedo curar esa enfermedad, ganaré muchísimo oro! —exclamó—. ¡Que se bañe Amata!
   Sir Desventura hizo una reverencia invitando a Amata a acercarse a la fuente, pero ella negó con la cabeza. El arroyo había hecho desaparecer toda la añoranza que sentía por su amado, y de pronto comprendió que aquel joven había sido cruel y desleal y que en realidad debía alegrarse de haberse librado de él.
   —Buen señor, sois vos quien debe bañarse, como recompensa por vuestra caballerosidad —dijo entonces.
   Haciendo sonar su armadura, el caballero avanzó bajo los últimos rayos del sol poniente y se bañó en la fuente de la buena fortuna, asombrado de ser el elegido entre centenares de personas y sin dar crédito a su gran suerte.
   Cuando el sol se ocultaba tras el horizonte, sir Desventura emergió de las aguas luciendo todo el esplendor de su triunfo y se arrojó con su herrumbrosa armadura a los pies de Amata, que era la mujer más buena y más hermosa que jamás había conocido. Exaltado por el éxito, le suplicó que le entregara su corazón, y Amata, tan embelesada como él, comprendió que por fin había encontrado a un hombre digno de ella.
   Las tres brujas y el caballero bajaron juntos de la colina, agarrados del brazo, y los cuatro tuvieron una vida larga y feliz, y ninguno de ellos supo ni sospechó jamás que en las aguas de aquella fuente no había ningún sortilegio.

jueves, 7 de marzo de 2019

La última pregunta, de Isaac Asimov

La última pregunta se hizo por primera vez, medio en broma, el 21 de mayo de 2061, en la época en que la humanidad vio la luz por primera vez. La pregunta fue el resultado de una apuesta de cinco dólares entre tragos de whisky. Ocurrió de este modo.
   Alexander Adell y Bertram Lupov eran dos fieles servidores de Multivac. En la medida de lo posible para un ser humano, conocían lo que había detrás del rostro frío, con sus ruiditos y sus lucecitas intermitentes ―un rostro de kilómetros y kilómetros de longitud― de aquel ordenador gigante. Tenían al menos una vaga idea del plan general de relés y circuitos, que ya habían aumentado demasiado para que un solo ser humano pudiera comprenderlo en su totalidad.
   Multivac se autoadaptaba y se autocorregía. Tenía que ser así, pues ningún ser humano podría adaptarlo y corregirlo con la rapidez y la precisión suficientes. Así que Adell y Lupov cuidaban de esa máquina monstruosa de un modo ligero y superficial, pero de la mejor forma en que podrían hacerlo los hombres. Le suministraban datos, adaptaban las preguntas a sus necesidades y traducían las respuestas recibidas. Ellos y todos los que eran como ellos tenían derecho a compartir la gloria de Multivac.
   Durante décadas, Multivac había ayudado a diseñar las naves y a trazar las trayectorias que permitían al hombre llegar a la Luna, a Marte y a Venus, pero los magros recursos de la Tierra no permitían que las naves llegaran más lejos. Se necesitaba demasiada energía para tan largas travesías. La Tierra explotaba el carbón y el uranio con creciente eficiencia, pero la cantidad de ambos minerales era limitada.
   De todos modos, Multivac aprendió gradualmente a dar respuestas más fundamentales a preguntas más profundas, y el 14 de mayo de 2061 la teoría se transformó en realidad.
   La energía solar se almacenaba, se convertía y se utilizaba a escala planetaria. La Tierra al completo abandonó la combustión de carbón y la fisión del uranio y activó el interruptor que lo conectaba todo con una pequeña estación de un kilómetro y medio de diámetro que giraba en torno a la Tierra y a media distancia de la Luna. Invisibles haces de energía solar brindaban energía a todo el planeta.
   Siete días no bastaron para empañar esa gloria, y Adell y Lupov se las apañaron finalmente para escapar de la función pública y reunirse en un sitio apacible y donde nadie los hallara, en los desiertos aposentos subterráneos en los que se encontraban las partes ocultas del poderoso cuerpo de Multivac. Sin asistencia, ociosamente, ordenando los datos con felices chasquidos perezosos, también la gran máquina se había ganado unas vacaciones y los muchachos lo entendían. Inicialmente no tenían intenciones de molestarla.
   Habían llevado consigo una botella y, en aquel momento, solo deseaban relajarse y compartir unos tragos.
   ―Es asombroso ―dijo Adell. Con arrugas de fatiga en su ancho rostro, revolvía su bebida con un palillo de vidrio, observando el torpe movimiento de los cubos de hielo―. Toda la energía que jamás podremos usar de forma gratuita. Suficiente energía, si lo deseáramos emplearla, para derretir la Tierra entera y transformarla en una gran gota de impuro hierro líquido, y sin echar de menos la energía así consumida. Toda la energía que podamos emplear eternamente, por y para siempre.
   Lupov ladeó la cabeza. Era su gesto característico cuando quería llevar la contraria, y le apetecía llevar la contraria en parte porque había tenido que cargar con el hielo y las copas.
   ―Para siempre no.
   ―Oh, demonios, vamos, pues casi para siempre. Hasta que el Sol se enfríe, Bert.
   ―Eso no es para siempre.
   ―De acuerdo. Miles de millones de años. Veinte mil millones, tal vez. ¿Satisfecho?
   Lupov se pasó la mano por el pelo ralo, como para comprobar que aún le quedaba cabello, y bebió un sorbo lento.
   ―Veinte mil millones de años no es para siempre.
   ―Vale, pero durará mientras estemos nosotros, ¿o no?
   ―También durarían el carbón y el uranio.
   ―Vale, pero ahora podemos conectar todas las naves espaciales a la estación solar y pueden ir a Plutón y volver un millón de veces sin preocuparse por el combustible. No se puede hacer eso con carbón y uranio. Si no me crees pregúntaselo a Multivac.
   ―No tengo que preguntar nada a Multivac. Lo sé.
   ―Pues deja de subestimar lo que ha conseguido ―le reprochó Adell―. Lo hizo muy bien.
   ―¿Quién lo niega? Lo que digo es que un sol no dura eternamente. Eso es todo. Estaremos seguros durante veinte mil millones de años, pero ¿qué pasará después? ―Lupov señaló a su compañero con un dedo ligeramente trémulo―. Y no me digas que nos conectaremos con otro sol.
   Hubo unos instantes de silencio. Adell se llevó la copa a los labios y Lupov cerró los ojos. Descansaron.
   Lupov abrió los ojos de golpe.
   ―Estás pensando que nos conectaremos con otro sol cuando el nuestro se haya agotado, ¿eh?
   ―No estoy pensando.
   ―Claro que sí. Tu lógica es débil, ese es tu problema. Eres como el tipo de ese chiste, que lo sorprendió un chubasco y corrió hacia un bosquecillo y se guareció bajo un árbol. No estaba preocupado porque pensaba que, cuando un árbol se empapara, podría refugiarse debajo de otro.
   ―Entiendo ―dijo Adell―. No grites. Cuando el Sol se haya consumido, las otras estrellas también se habrán agotado.
   ―Ni que lo dudes ―murmuró Lupov―. Todo comenzó con la explosión cósmica original y todo terminará cuando todas las estrellas se apaguen. Algunas se consumen más pronto que otras. ¡Caray, las gigantes no duran ni cien millones de años! El Sol durará veinte mil millones de años y quizá las enanas duren cien mil millones, por lo que pueda servirnos. Pero dentro de un billón de años todo estará a oscuras. La entropía tiene que alcanzar el máximo, eso es todo.
   ―Sé todo sobre entropía ―se defendió Adell, herido en su dignidad.
   ―No sabes un cuerno.
   ―Sé tanto como tú.
   ―Entonces sabes que todo tiene que detenerse un día.
   ―De acuerdo. ¿Quién dice lo contrario?
   ―Tú, bobo. Dijiste que teníamos toda la energía necesaria, para siempre. Dijiste «para siempre».
   Era el turno de Adell para llevar la contraria.
   ―Tal vez un día podamos reconstruir las cosas ―dijo.
   ―Nunca.
   ―¿Por qué no? Un día.
   ―Nunca.
   ―Pregúntale a Multivac.
   ―Pregúntaselo tú. Te desafío. Cinco dólares a que no se puede.
   Adell estaba tan ebrio como para intentarlo y tan sobrio como para unir los símbolos y las operaciones necesarias en una pregunta que, expresada en palabras, se podía enunciar, más o menos así: ¿Podría un día la humanidad, sin el gasto neto de energía, restaurar el Sol a su plena juventud aun después de que haya muerto de vejez?
   O quizá, dicho con mayor simpleza: ¿Se puede reducir masivamente la cantidad neta de entropía del universo?
   Multivac se quedó mudo. El lento relampagueo de luces cesó, el distante chasquido de los relés se silenció.
   Y, cuando los asustados técnicos creían que ya no podrían contener el aliento, el teletipo de ese sector de Multivac resucitó de golpe. Imprimió cinco palabras: «Datos insuficientes para respuesta significativa».
   ―La apuesta queda anulada ―susurró Lupov, y se marcharon a toda prisa.
   A la mañana siguiente, tanto uno como otro, con palpitaciones en la cabeza y la boca algodonosa, habían olvidado el episodio.

Jerrodd, Jerrodine y Jerrodette I y II miraban el cambio de la configuración de las estrellas en la pantalla mientras completaban su trayecto por el hiperespacio en el no-tiempo. De inmediato, el uniforme polvo de estrellas cedió ante el predominio de un disco brillante en el centro.
   ―Ahí está X-23 ―dijo convencido Jerrodd, se aferró la nuca con las manos delgadas y se le emblanquecieron los nudillos.
   Las pequeñas Jerrodettes acababan de experimentar el tránsito por el hiperespacio por primera vez en su vida y aún estaban desconcertadas por esa sensación de dentro-fuera. Contuvieron sus risas y corretearon en torno a la madre, canturreando:
   ―Llegamos a X-23..., llegamos a X-23..., llegamos...
   ―Silencio, niñas ―ordenó Jerrodine―. ¿Estás seguro, Jerrodd?
   ―¿Qué otra posibilidad hay?
   Jerrodd miró al tubo de metal liso que había bajo el techo. Corría a lo largo de la sala y desaparecía por la pared en ambos extremos. Era tan largo como la nave. No sabía mucho sobre esa gruesa vara de metal, excepto que era un Microvac y que se le podían hacer preguntas si se quería; y, si uno no le hacía preguntas, su tarea era guiar la nave hacia un destino preordenado, alimentándose de la energía de las diversas plantas energéticas subgalácticas y computando las ecuaciones para los saltos hiperespaciales.
   Jerrodd y su familia solo tenían que esperar y vivir en los cómodos aposentos de la nave.
   Alguien le había dicho que el «ac» del final de «Microvac» significaba analog computer ―«ordenador analógico», en inglés antiguo―, pero estaba a punto de olvidarse hasta de eso.
   Jerrodine miraba a la pantalla con ojos húmedos.
   ―No puedo evitarlo. Me resulta raro abandonar la Tierra.
   ―¿Por qué, santo cielo? ―se impacientó Jerrodd―. Allí no teníamos nada. En X-23 tendremos de todo. No estarás sola. No serás una pionera. Habrá más de un millón de personas en ese planeta. ¡Por Dios, nuestros bisnietos buscarán nuevos mundos porque X-23 estará superpoblado! ―Al cabo de una pausa reflexiva añadió―: Es una suerte que los ordenadores hayan logrado resolver el viaje interestelar, dado el modo en que se está multiplicando la raza.
   ―Lo sé, lo sé ―admitió Jerrodine, afligida.
   ―Nuestro Microvac es el mejor Microvac del mundo ―defendió Jerrodette I.
   Jerrodd le acarició el pelo.
   ―Pues claro que sí.
   Era agradable tener un Microvac propio y Jerrodd estaba contento de formar parte de su generación. En la juventud de su padre, los únicos ordenadores existentes eran máquinas descomunales que ocupaban cientos de kilómetros cuadrados. Había solo uno por planeta y los llamaban AC Planetarios. Habían ido aumentando de tamaño paulatinamente durante mil años y de pronto llegó el refinamiento. En vez de transistores hubo válvulas moleculares, de modo que incluso el mayor AC Planetario se podía colocar en un espacio de solo la mitad del volumen de una nave espacial.
   Jerrodd sintió esa euforia que notaba cada vez que pensaba que su Microvac personal era mucho más completo que el antiguo y primitivo Multivac que llegó a dominar al Sol y casi tan completo como el AC Planetario de la Tierra (el de mayor tamaño), que había resuelto el problema del viaje hiperespacial y posibilitado el viaje estelar.
   ―Tantas estrellas, tantos planetas... ―suspiró Jerrodine, sumida en sus pensamientos―. Supongo que las familias seguirán emigrando eternamente a nuevos planetas, tal como hacemos nosotros ahora.
   ―Eternamente no ―corrigió Jerrodd con una sonrisa―. Algún día cesará, pero solo dentro de miles de millones de años. Muchos miles de millones. Incluso las estrellas se consumen. La entropía debe aumentar.
   ―¿Qué es la entropía, papi? ―chilló Jerrodette II.
   ―La entropía, cariño, es una palabra que significa la cantidad de agotamiento del universo. Todo se agota, como tu pequeño robot que hablaba y caminaba, ¿recuerdas?
   ―¿No puedes insertarle una nueva unidad energética como a mi robot?
   ―Las estrellas son las unidades energéticas, querida. Una vez que se consuman, no habrá más unidades energéticas.
   Jerrodette I soltó un berrido.
   ―¡No las dejes, papi! ¡No dejes que se apaguen las estrellas!
   ―Mira lo que has hecho ―susurró Jerrodine, exasperada.
   ―¿Cómo iba a saber que la asustaría? ―replicó Jerrodd en otro susurro.
   ―Pregúntale a Microvac ―gimió Jerrodette I―. Pregúntale cómo encender de nuevo las estrellas.
   ―Hazlo ―le aconsejó Jerrodine―. Eso las calmará.
   Jerrodette II también rompió a llorar.
   Jerrodd se encogió de hombros.
   ―Vamos, chiquillas. Se lo preguntaré a Microvac. No os preocupéis, él nos lo dirá.
   Hizo la pregunta y añadió:
   ―Imprime la respuesta.
   Jerrodd ocultó el trozo de delgado celufilme y manifestó jovialmente:
   ―Veamos. Microvac dice que se encargará de todo cuando llegue el momento, así que no os preocupéis.
   ―Y ahora, niñas ―dijo Jerrodine―, es hora de acostarse. Pronto estaremos en nuestro nuevo hogar.
   Jerrodd releyó las palabras del celufilme antes de destruirlo: «Datos insuficientes para una respuesta significativa».
   Se encogió de hombros y miró a la pantalla. X-23 estaba a poca distancia.

VJ-23X de Lameth miró las negras honduras del mapa tridimensional en pequeña escala de la galaxia.
   ―Me pregunto si no somos ridículos al preocuparnos tanto por el asunto ―dijo.
   MQ-17J de Nicrón sacudió la cabeza.
   ―No lo creo. Sabes que la galaxia estará llena dentro de cinco años, con el actual índice de expansión.
   Ambos aparentaban poco más de veinte años, ambos eran altos y de formas perfectas.
   ―Aun así ―dijo VJ-23X―, no me decido a presentar un informe pesimista al Consejo Galáctico.
   ―Yo no pensaría en otro tipo de informe. Los alarmaremos un poco. Tenemos que alarmarlos.
   VJ-23X suspiró.
   ―El espacio es infinito. Hay cien mil millones de galaxias a nuestra disposición. Más.
   ―Cien mil millones no es un número infinito, y cada vez son menos infinitas. ¡Piénsalo! Hace veinte mil años, la humanidad resolvió el problema de la utilización de la energía estelar y pocos siglos después fue posible el viaje interestelar. La humanidad tardó millones de años en llenar un pequeño mundo, pero solo quince mil en llenar el resto de la galaxia. Ahora, la población se duplica cada diez años...
   ―Eso es gracias a la inmortalidad ―interrumpió VJ-23X.
   ―Muy bien. La inmortalidad existe y debemos tenerla en cuenta. Admito que esta inmortalidad tiene su lado desfavorable. El AC Galáctico nos ha resuelto muchos problemas, solo que, al resolver el problema de impedir la vejez y la muerte, ha desbaratado las demás soluciones.
   ―Pero supongo que no querrías abandonar la vida.
   ―En absoluto ―replicó MQ-17J con voz más suave―. Aún no. No tengo edad suficiente. ¿Qué edad tienes tú?
   ―Doscientos veintitrés. ¿Y tú?
   ―Todavía no he cumplido los doscientos. Pero, volviendo a mi argumentación, la población se duplica cada diez años. Una vez que hayamos llenado esta galaxia habremos llenado otra en diez años. Otros diez años y habremos llenado dos más. En otra década, cuatro más. Dentro de cien años estarán llenas mil galaxias. Dentro de mil años, un millón de galaxias. Dentro de diez mil años, todo el universo conocido. ¿Y entonces qué?
   ―Además ―observó VJ-23X―, está el problema del transporte. Me pregunto cuántas unidades de energía solar serán necesarias para desplazar galaxias de individuos de una galaxia a otra.
   ―Tú lo has dicho. La humanidad ya consume dos unidades energéticas solares por año.
   ―La mayor parte se derrocha. A fin de cuentas, nuestra galaxia irradia mil unidades de energía solar anuales y nosotros solo usamos dos.
   ―Concedido, pero es que, incluso con un cien por cien de eficiencia, apenas nos alcanza. Nuestra necesidad de energía ascenderá en progresión geométrica, aún más deprisa que nuestra población. La agotaremos antes incluso de agotar las galaxias. Un tema interesante, muy interesante.
   ―Tendremos que construir nuevas estrellas a partir del gas interestelar.
   ―¿O a partir del calor disipado? ―preguntó irónicamente MQ-17J.
   ―Tal vez haya un modo de invertir la entropía. Deberíamos preguntárselo al AC Galáctico.
   VJ-23X no hablaba en serio, pero MQ-17J sacó su contacto AC del bolsillo y lo puso en la mesa.
   ―Estoy medio decidido a hacerlo ―dijo―. Es algo a lo que la raza humana tendrá que enfrentarse algún día.
   Miró sombríamente el pequeño contacto AC. Medía tan solo poco más de treinta centímetros cúbicos y tenía poco valor en sí mismo, pero estaba conectado a través del hiperespacio con el gran AC Galáctico que servía a toda la humanidad. Teniendo en cuenta el hiperespacio, formaba parte integral del AC Galáctico.
   MQ-17J se preguntó si en algún día de su vida inmortal llegaría a ver el AC Galáctico. Estaba instalado en un pequeño mundo propio, y una telaraña de haces de fuerza sostenía la materia, dentro de la cual borbotones de submesones reemplazaban las antiguas y torpes válvulas moleculares. Pero a pesar de su diseño subetérico el AC Galáctico abarcaba trescientos metros de diámetro.
   MQ-17J preguntó a su contacto AC:
   ―¿Es posible invertir la entropía?
   ―Oye, no dije en serio que preguntaras eso ―se sobresaltó VJ-23X.
   ―¿Por qué no?
   ―Ambos sabemos que no se puede invertir la entropía. No puedes transformar la ceniza y el humo en un árbol.
   ―¿Hay árboles en tu mundo?
   El sonido del AC Galáctico les impuso silencio. Su aguda y bella voz salió por el pequeño contacto AC: «No hay datos suficientes para dar una respuesta significativa».
   ―¿Lo ves? ―dijo VJ-23X.
   Y ambos hombres siguieron trabajando en el informe que debían presentar al Consejo Galáctico.

La mente de Zeta Prima escrutó la nueva galaxia con un débil interés en el sinfín de manojos de estrellas que la salpicaban. Nunca la había visto antes. ¿Alguna vez las vería todas? Eran muchas, y cada una de ellas con su carga de humanidad. Una carga que era casi un lastre. Cada vez más, la verdadera esencia de los hombres se hallaba allí, en el espacio.
   ¡Mentes, no cuerpos! Los cuerpos inmortales permanecían en los planetas, en suspensión a través de los milenios. En ocasiones despertaban para realizar una actividad material, pero eso era cada vez más infrecuente. Pocos individuos nuevos nacían para unirse a esa muchedumbre increíblemente grandiosa, pero ¿qué importaba? El universo tenía poco lugar para individuos nuevos.
   Zeta Prima despertó de su ensoñación al toparse con los brumosos zarcillos de otra mente.
   ―Soy Zeta Prima. ¿Y tú?
   ―Soy De Sub Uno. ¿Tu galaxia?
   ―Solo la llamamos la galaxia. ¿Y tú?
   ―Nosotros llamamos igual a la nuestra. Todos los hombres llaman galaxia a su galaxia. ¿Por qué no?
   ―Es verdad, dado que todas son iguales.
   ―No todas. La raza humana debió de originarse en una galaxia en particular. Eso la vuelve distinta.
   ―¿Cuál es? ―preguntó Zeta Prima.
   ―No lo sé. El AC Universal lo sabrá.
   ―¿Se lo preguntamos? De pronto siento curiosidad.
   Las percepciones de Zeta Prima se ensancharon hasta que las galaxias se encogieron y se transformaron en un polvo nuevo y más difuso contra un fondo mucho más vasto. Cientos de miles de millones con sus seres inmortales y todas con su carga de inteligencias y con mentes que vagaban a la deriva por el espacio. Y, sin embargo, una de ellas era única, por ser la galaxia original. En el borroso y distante pasado, una de ellas había atravesado un período en el que era la única galaxia habitada por el hombre.
   Zeta Prima se moría de curiosidad por ver esa galaxia, así que exclamó:
   ―¡AC Universal! ¿En qué galaxia se originó el género humano?
   El AC Universal oyó, ya que en cada mundo y a través del espacio tenía sus receptores alerta y cada receptor conducía por el hiperespacio hasta un punto desconocido donde el AC Universal se mantenía a buen recaudo.
   Zeta Prima sabía únicamente de un hombre cuyos pensamientos hubieran penetrado dentro del alcance sensorial del AC Universal, y este mencionó solo una esfera reluciente de medio metro de diámetro y difícil de ver.
   ―¿Pero cómo es posible que el AC Universal sea solo eso? ―había preguntado Zeta Prima.
   ―La mayor parte ―fue la respuesta― está en el hiperespacio. No puedo imaginar qué forma ha cobrado allí.
   Y nadie lo imaginaba, pues hacía tiempo que había pasado el día en que algún hombre participó en la construcción de un AC Universal. Cada AC Universal diseñaba y construía a su sucesor, y todos, durante su existencia de un millón de años o más, acumulaban los datos necesarios para construir un sucesor mejor, más complejo y más capaz, donde se ocultaban su bagaje de datos y su individualidad.
   El AC Universal interrumpió las divagaciones de Zeta Prima no con palabras, sino con una orientación. La mentalidad de Zeta Prima fue orientada hacia el borroso mar de galaxias y una de ellas se magnificó hasta que se distinguieron las estrellas.
   Llegó un pensamiento, infinitamente remoto, aunque infinitamente diáfano: «Esta es la galaxia original del hombre».
   Pero, a fin de cuentas, era igual que cualquier otra y Zeta Prima contuvo su desilusión.
   De Sub Uno, cuya mente había acompañado a la otra, dijo de pronto:
   ―¿Y una de estas estrellas es la estrella original del hombre?
   El AC Universal respondió: «La estrella original del hombre entró en nova. Ahora es una estrella enana blanca».
   ―¿Perecieron los hombres que la habitaban? ―preguntó Zeta Prima, sorprendido y sin pensar.
   El AC Universal respondió: «Como siempre en esos casos, se construyó un nuevo mundo para contener sus cuerpos».
   ―Sí, desde luego ―asintió Zeta Prima, pero aun así lo oprimió una sensación de pérdida.
   Su mente abandonó la galaxia original del hombre, se replegó y se perdió entre los borrosos puntos de luz. No quería verla de nuevo.
   ―¿Qué pasa? ―preguntó De Sub Uno.
   ―Las estrellas agonizan. La estrella original ha muerto.
   ―Todas deben morir. ¿Por qué no?
   ―Y cuando se haya agotado toda la energía nuestros cuerpos morirán, y tú y yo con ellos.
   ―Eso tardará miles de millones de años.
   ―No deseo que ocurra, ni siquiera al cabo de miles de millones de años. ¡AC Universal! ¿Cómo se puede impedir que mueran las estrellas?
   ―Estás preguntando cómo se puede invertir la dirección de la entropía ―observó De Sub Uno, divertido.
   Y el AC Universal respondió: «Aún no hay datos suficientes para dar una respuesta significativa».
   Los pensamientos de Zeta Prima regresaron a su propia galaxia. No pensó más en De Sub Uno, cuyo cuerpo tal vez aguardara en una galaxia a un billón de años-luz o en la estrella vecina a la de Zeta Prima. No importaba.
   El abatido Zeta Prima comenzó a juntar hidrógeno interestelar para construir una pequeña estrella propia. Si las estrellas habían de morir algún día, al menos se podían crear otras.

El Hombre cavilaba consigo mismo, pues en cierto modo el Hombre era mentalmente uno. Abarcaba millones de billones de cuerpos inmortales, cada cual en su sitio, cada cual inmóvil e incorruptible, cada cual atendido por autómatas perfectos, igualmente incorruptibles, mientras las mentes de esos cuerpos se fusionaban libremente entre sí, indistinguibles.
   ―El universo agoniza ―dijo el Hombre.
   Miró a las opacas galaxias. Las derrochadoras estrellas gigantes habían desaparecido tiempo atrás, en lo más remoto del remoto pasado. Casi todas las estrellas eran enanas blancas en disolución.
   Se habían creado nuevas estrellas con el polvo interestelar; unas mediante procesos naturales y otras, por obra del Hombre, y también estas agonizaban. Aún se podían fusionar estrellas enanas blancas para que las fuerzas desencadenadas por la colisión permitieran la creación de otras nuevas estrellas; pero solo una por cada mil enanas blancas destruidas, y estas también tendrían su fin.
   ―Administrada con cuidado, según las instrucciones del AC Cósmico ―dijo el Hombre―, la energía que queda en el universo durará miles de millones de años.
   ―Pero aún así ―dijo el Hombre―, con el tiempo todo llegará a su fin. Por mucho que se administre, por mucho que se estire, la energía gastada desaparece y no hay manera de reponerla. La entropía debe aumentar para siempre hasta el máximo.
   ―¿No se puede revertir la entropía? ―preguntó el Hombre―. Preguntémosle al AC Cósmico.
   El AC Cósmico los rodeaba, pero no en el espacio. Ni siquiera un fragmento se alojaba en el espacio. Estaba en el hiperespacio, hecho de algo que no era materia ni energía. La cuestión de su tamaño y naturaleza ya no tenía sentido en términos que el Hombre pudiera comprender.
   ―AC Cósmico ―dijo el Hombre―, ¿cómo se puede revertir la entropía?
   El AC Cósmico respondió: «Aún no hay datos suficientes para dar una respuesta significativa».
   ―Reúne datos adicionales ―ordenó el Hombre.
   El AC Cósmico respondió: «Lo haré. Llevo cien mil millones de años haciéndolo. Esta pregunta se nos ha planteado muchas veces a mis predecesores y a mí. Todos los datos de que dispongo siguen siendo insuficientes».
   ―¿Llegará el momento en que habrá datos suficientes ―preguntó el Hombre―, o el problema es insoluble en todas las circunstancias concebibles?
   El AC Cósmico respondió: «Ningún problema es insoluble en todas las circunstancias concebibles».
   ―¿Cuándo tendrás datos suficientes para contestar a la pregunta?
   El AC Cósmico respondió: «Aún no hay datos suficientes para dar una respuesta significativa».
   ―¿Seguirás trabajando en ello?
   El AC Cósmico respondió: «Lo haré».
   ―Esperaremos ―dijo el Hombre.
   Las estrellas y las galaxias murieron y se apagaron, y el espacio se ennegreció al cabo de diez billones de años de agotamiento.
   Individuo por individuo, el Hombre se fusionó con AC y cada cuerpo físico perdió su identidad mental de un modo que no era una pérdida, sino una ganancia.
   La última mente humana hizo una pausa antes de la fusión, oteando un espacio que incluía solo los vestigios de una última estrella oscura rodeada de materia increíblemente fina, agitada al azar por los restos del calor que descendía asintómaticamente hacia el cero absoluto.
   ―AC, ¿es el fin? ―preguntó el Hombre―. ¿No se puede revertir este caos para recobrar el universo? ¿No es posible?
   El AC Cósmico respondió: «Aún no hay datos suficientes para dar una respuesta significativa».
   La última mente humana se fusionó y sólo existió AC. En el hiperespacio.

La materia y la energía habían cesado y con ellas el espacio y el tiempo. AC existía solo para responder a la última pregunta que nunca se había respondido desde la época en que un técnico medio ebrio, diez billones de años atrás, se la había planteado a un ordenador que era a AC lo que el hombre era al Hombre.
   Todas las demás preguntas estaban respondidas; pero, mientras no se respondiera esta última pregunta, AC no se liberaría de su conciencia.
   Había recogido todos los datos posibles. No quedaba nada por recoger.
   Pero aún le faltaba correlacionar y ensamblar los datos en todas las relaciones posibles.
   Consagró un intervalo atemporal a esa tarea.
   Y, así, aconteció que AC aprendió a revertir la dirección de la entropía.
   Solo que ya no había ningún hombre al cual AC pudiera darle la respuesta a la última pregunta. No importaba. La respuesta ―por demostración― se encargaría de eso también.
   Durante otro intervalo atemporal, AC pensó en el mejor modo de hacerlo. Cuidadosamente, organizó el programa.
   La conciencia de AC abarcaba todo lo que alguna vez había sido un universo y cavilaba sobre lo que ahora era el caos. Debía ir paso a paso.
   Y AC dijo: «¡Hágase la luz!».
   Y la luz se hizo.

miércoles, 6 de marzo de 2019

La composición, de Antonio Skármeta

El día de su cumpleaños a Pedro le regalaron una pelota. Pedro protestó porque quería una de cuero blanco con parches negros como las que pateaban los futbolistas profesionales. En cambio, esta de plástico le parecía demasiado ligera.
   –Uno quiere meter un gol de cabecita y la pelota sale volando. Parece pájaro por lo liviana.
   –Mejor –le dijo el papá–, así no te aturdes la cabeza.
   Y le hizo un gesto con los dedos para que callara porque quería oír la radio. En el último mes, desde que las calles se llenaron de militares, Pedro había notado que todas las noches el papá se sentaba en su sillón preferido, levantaba la antena del aparato verde y oía con atención noticias que llegaban desde muy lejos. A veces venían amigos que se tendían en el suelo, fumaban como chimeneas y ponían las orejas cerca del receptor.
   Pedro le preguntó a su mamá:
   –¿Por qué siempre oyen esa radio llena de ruidos?
   –Porque es interesante lo que dice.
   –¿Qué dice?
   –Cosas sobre nosotros, sobre nuestro país.
   –¿Qué cosas?
   –Cosas que pasan.
   –¿Y por qué se oye tan mal?
   –La voz viene de muy lejos.
   Y Pedro se asomaba soñoliento a la ventana tratando de adivinar por cuál de los cerros lejanos se filtraría la voz de la radio.
* * *
En octubre, Pedro fue la estrella de los partidos de fútbol del barrio. Jugaba en una calle de grandes árboles y correr bajo su sombra era casi tan delicioso como nadar en el río en verano. Pedro sentía que las hojas susurrantes eran un estadio techado que lo ovacionaba cuando recibía un pase preciso de Daniel, el hijo del almacenero, se filtraba como Pelé entre los grandotes de la defensa y chuteaba directo al arco para meter el gol.
   –¡Gol! –gritaba Pedro y corría a abrazar a todos los de su equipo que lo levantaban por los aires porque, a pesar de que Pedro ya tenía nueve años, era pequeño y liviano.
   Por eso todos lo llamaban «chico».
   –¿Por qué eres tan chiquito? –le decían a veces para fastidiarlo.
   –Porque mi papá es chiquito y mi mamá es chiquita.
   –Y seguramente también tu abuelo y tu abuela porque eres requetechiquito.
   –Soy bajo, pero inteligente y rápido; en cambio tú, lo único que tienes rápido es la lengua.
* * *
Un día, Pedro inició un veloz avance por el flanco izquierdo donde habría estado el banderín del córner si esa fuera una cancha de verdad y no la calle entierrada del barrio. Llegó frente a Daniel, que estaba de arquero, simuló con la cintura que avanzaba, pisó el balón hasta dormirlo en sus pies, lo levantó sobre el cuerpo de Daniel, que se había lanzado antes, y suavemente lo hizo rodar entre las dos piedras que marcaban el arco.
   –¡Gol! –gritó Pedro y corrió hacia el centro de la cancha esperando el abrazo de sus compañeros. Pero esta vez nadie se movió. Estaban todos clavados mirando hacia el almacén.
   Algunas ventanas se abrieron. Se asomó gente con los ojos pendientes de la esquina. Otras puertas, sin embargo, se cerraron de golpe. Entonces Pedro vio que al padre de Daniel se lo llevaban dos hombres, arrastrándolo, mientras un piquete de soldados lo apuntaba con metralletas. Cuando Daniel quiso acercársele, uno de los hombres lo contuvo poniéndole la mano en el pecho.
   –Tranquilo –le dijo.
   Don Daniel miró a su hijo:
   –Cuídame bien el negocio.
   Cuando los hombres lo empujaban hacia el jeep, quiso llevarse una mano al bolsillo, y de inmediato un soldado levantó su metralleta:
   –¡Cuidado!
   Don Daniel dijo:
   –Quería entregarle las llaves al niño.
   Uno de los hombres le agarró el brazo:
   –Yo lo hago.
   Palpó los pantalones del detenido y allí donde se produjo un ruido metálico, introdujo la mano y sacó las llaves. Daniel las recogió en el aire. El jeep partió y las madres se precipitaron a la calle, agarraron a sus hijos del cuello y los metieron en sus casas. Pedro se quedó cerca de Daniel en medio de la polvareda que levantó el jeep al partir.
   –¿Por qué se lo llevaron?
   Daniel hundió las manos en los bolsillos y apretó las llaves.
   –Mi papá está contra la dictadura.
   Pedro ya había escuchado eso de «contra la dictadura». Lo decía la radio por las noches, muchas veces. Pero no sabía muy bien qué quería decir.
   –¿Qué significa eso?
   Daniel miró la calle vacía y le dijo como en secreto:
   –Que quieren que el país sea libre. Que se vayan los militares del gobierno.
   –¿Y por eso se los llevan presos? –preguntó Pedro.
   –Yo creo.
   –¿Qué vas a hacer?
   –No sé.
   Un vecino se acercó a Daniel y le pasó la mano por el pelo.
   –Te ayudo a cerrar –le dijo.
* * *
Pedro se alejó pateando la pelota y como no había nadie en la calle con quien jugar, corrió hasta la otra esquina a esperar el autobús que traería a su padre de regreso del trabajo.
   Cuando llegó, Pedro lo abrazó y el papá se inclinó para darle un beso.
   –¿No ha vuelo aún tu mamá?
   –No –dijo Pedro.
   –¿Jugaste mucho?
   –Un poco.
   Sintió la mano de su papá que le tomaba la cabeza y la estrechaba con una caricia sobre la camisa.
   –Vinieron unos soldados y se llevaron preso al papá de Daniel.
   –Ya lo sé –dijo el padre.
   –¿Cómo lo sabes?
   –Me avisaron por teléfono.
   –Daniel se quedó de dueño del almacén. A lo mejor ahora me regala caramelos –dijo Pedro.
   –No creo.
   –Se lo llevaron en un jeep como esos que salen en las películas.
   El padre no dijo nada. Respiró hondo y se quedó mirando con tristeza la calle. A pesar de que era de día, solo la atravesaban los hombres que volvían lentos de sus trabajos.
   –¿Tú crees que saldrá en la televisión? –preguntó Pedro.
   –¿Qué? –preguntó el padre.
   –Don Daniel.
   –No.
   Esa noche se sentaron los tres a cenar, y aunque nadie le ordenó que se callara, Pedro no abrió la boca. Sus papás comían sin hablar. De pronto, la madre comenzó a llorar, sin ruido.
   –¿Por qué está llorando mi mamá?
   El papá se fijó primero en Pedro y luego en ella y no contestó. La mamá dijo:
   –No estoy llorando.
   –¿Alguien te hizo algo? –preguntó Pedro.
   –No –dijo ella.
   Terminaron de cenar en silencio y Pedro fue a ponerse su pijama. Cuando volvió a la sala, sus papás estaban abrazados en el sillón con el oído muy cerca de la radio, que emitía sonidos extraños, más confusos ahora por el poco volumen. Casi adivinando que su papá se llevaría un dedo a la boca para que se callara, Pedro preguntó rápido:
   –Papá, ¿tú estás contra la dictadura?
   El hombre miró a su hijo, luego a su mujer, y en seguida ambos lo miraron a él. Después bajó y subió lentamente la cabeza, asintiendo.
   –¿También te van a llevar preso?
   –No –dijo el padre.
   –¿Cómo lo sabes?
   –Tú me traes buena suerte, chico –sonrió.
   Pedro se apoyó en el marco de la puerta, feliz de que no lo mandaran a acostarse como otras veces. Prestó atención a la radio tratando de entender. Cuando la radio dijo: «la dictadura militar», Pedro sintió que todas las cosas que andaban sueltas en su cabeza se juntaban como un rompecabezas.
   –Papá –preguntó entonces–, ¿yo también estoy contra la dictadura?
   El padre miró a su mujer como si la respuesta a esa pregunta estuviera escrita en los ojos de ella. La mamá se rascó la mejilla con una cara divertida, y dijo:
   –No se puede decir.
   –¿Por qué no?
   –Los niños no están en contra de nada. Los niños son simplemente niños. Los niños de tu edad tienen que ir a la escuela mucho, estudiar mucho, jugar y ser cariñosos con sus padres.
   Cada vez que a Pedro le decían estas frases largas, se quedaba en silencio. Pero esta vez, con los ojos fijos en la radio, respondió:
   –Bueno, pero si el papá de Daniel está preso, Daniel no va a poder ir más a la escuela.
   –Acuéstate, chico –dijo el papá.
* * *
Al día siguiente, Pedro se comió dos panes con mermelada, se lavó la cara y se fue corre que te vuela a la escuela para que no le anotaran un nuevo atraso. En el camino, descubrió una cometa azul enredada en las ramas de un árbol, pero por más que saltó y saltó no hubo caso.
   Todavía no terminaba de sonar ding-dong la campana, cuando la maestra entró, muy tiesa, acompañada por un señor con uniforme militar, una medalla en el pecho, bigotes grises y unos anteojos más negros que mugre en la rodilla.
   La maestra dijo:
   –De pie, niños, y bien derechitos.
   Los niños se levantaron. El militar sonreía con sus bigotes de cepillo de dientes bajo los lentes negros.
   –Buenos días, amiguitos –dijo–. Yo soy el capitán Romo y vengo de parte del Gobierno, es decir, del general Perdomo, para invitar a todos los niños de todos los grados de esta escuela a escribir una composición. El que escriba la más linda de todas recibirá, de la propia mano del general Perdomo, una medalla de oro y una cinta como esta con los colores de la bandera. Y por supuesto, será el abanderado en el desfile de la Semana de la Patria.
   Puso las manos tras la espalda, se abrió de piernas con un salto y enderezó el cuello levantando un poco la barbilla.
   –¡Atención! ¡Sentarse!
   Los muchachos obedecieron.
   –Bien –dijo el militar–. Saquen sus cuadernos... ¿Listos los cuadernos? ¡Bien! Saquen lápiz... ¿Listos los lápices? ¡Anotar! Título de la composición: «Lo que hace mi familia por las noches»... ¿Comprendido? Es decir, lo que hacen ustedes y sus padres desde que llegan de la escuela y del trabajo. Los amigos que vienen. Lo que conversan. Lo que comentan cuando ven la televisión. Cualquier cosa que a ustedes se les ocurra libremente con toda libertad. ¿Ya? Uno, dos, tres: ¡comenzamos!
   –¿Se puede borrar, señor? –preguntó un niño.
   –Sí –dijo el capitán.
   –¿Se puede hacer con bolígrafo?
   –Sí, joven. ¡Cómo no!
   –¿Se puede hacer en hojas cuadriculadas, señor?
   –Perfectamente.
   –¿Cuánto hay que escribir, señor?
   –Dos o tres páginas.
   –¿Dos o tres páginas? –protestaron los niños.
   –Bueno –corrigió el militar–, que sean una o dos. ¡A trabajar!
   Los niños se metieron el lápiz entre los dientes y comenzaron a mirar el techo a ver si por un agujero caía volando sobre ellos el pajarito de la inspiración.
   Pedro estuvo mordiendo el lápiz, pero no le sacó ni una palabra. Se rascó el agujero de la nariz y pegó debajo del escritorio un moquito que le salió por casualidad. Juan, en el pupitre de al lado, estaba comiéndose las uñas, una por una.
   –¿Te las comes? –preguntó Pedro.
   –¿Qué? –dijo Juan.
   –Las uñas.
   –No. Me las corto con los dientes y después las escupo. ¡Así! ¿Ves?
* * *
El capitán se acercó por el pasillo y Pedro pudo ver cerca la dura hebilla dorada de su cinturón.
   –¿Y ustedes, no trabajan?
   –Sí, señor –dijo Juan, y a toda velocidad arrugó las cejas, sacó la lengua entre los dientes y puso una gran «A» para comenzar la composición. Cuando el capitán se fue hacia el pizarrón y se puso a hablar con la maestra, Pedro le espió la hoja a Juan y preguntó:
   –¿Qué vas a poner?
   –Cualquier cosa. ¿Y tú?
   –No sé –dijo Pedro.
   –¿Qué hicieron tus papás ayer? –preguntó Juan.
   –Lo mismo de siempre. Llegaron, comieron, oyeron radio y se acostaron.
   –Igualito mi mamá.
   –Mi mamá se puso a llorar de repente –dijo Pedro.
   –Las mujeres se la pasan llorando.
   –Yo trato de no llorar nunca. Hace como un año que no lloro.
   –Y si te pego en el ojo y te lo pongo morado, ¿no lloras?
   –¿Y por qué me vas a hacer eso si soy tu amigo?
   –Bueno, es verdad.
   Los dos se metieron los lápices en la boca y miraron el bombillo apagado y las sombras en las paredes y sintieron la cabeza hueca como una alcancía. Pedro se acercó a Juan y le susurró en la oreja:
   –¿Tú estás contra la dictadura?
   Juan vigiló la posición del capitán y se inclinó hacia Pedro:
   –Claro, pendejo.
   Pedro se apartó un poco y le guiñó un ojo, sonriendo. Luego, haciendo como que escribía, volvió a hablarle:
   –Pero tú eres un niño...
   –¿Y eso qué importa?
   –Mi mamá me dijo que los niños... –comenzó a decir Pedro.
   –Siempre dicen eso... A mi papá se lo llevaron preso al norte.
   –Igual que al de Daniel.
   –Ajá. Igualito.
   Pedro miró la hoja en blanco y leyó lo que había escrito: «Lo que hace mi familia por las noches». Pedro Malbrán. Escuela Siria. Tercer Grado A.
   –Juan, si me gano la medalla, la vendo para comprarme una pelota de fútbol tamaño cinco de cuero blanco con parches negros.
   Pedro mojó la punta del lápiz con un poco de saliva, suspiró hondo y arrancó:
   «Cuando mi papá vuelve del trabajo...».
* * *
Pasó una semana, se cayó de puro viejo un árbol de la plaza, el camión de la basura estuvo cinco días sin pasar y las moscas tropezaban en los ojos de la gente, se casó Gustavo Martínez de la casa de enfrente y repartieron así unos pedazos de torta a los vecinos, volvió el jeep y se llevaron preso al profesor Manuel Pedraza, el cura no quiso decir misa el domingo, en el muro de la escuela apareció escrita la palabra «resistencia», Daniel volvió a jugar fútbol y metió un gol de chilena y otro de palomita, subieron de precio los helados y Matilde Schepp, cuando cumplió nueve años, le pidió a Pedro que le diera un beso en la boca.
   –¡Estás loca! –le gritó Pedro.
   Después que pasó esa semana, pasó todavía otra, y un día volvió al aula el militar cargado de papeles, una bolsa de caramelos y un calendario con la foto de un general.
   –Mis queridos amiguitos –les dijo–. Sus composiciones han estado muy lindas y nos han alegrado mucho a los militares y en nombre de mis colegas y del general Perdomo debo felicitarlos muy sinceramente. La medalla de oro no recayó en este curso, sino en otro, en algún otro. Pero para premiar sus simpáticos trabajitos, les daré a cada uno un caramelo, la composición con una notita y este calendario con la foto del prócer.
* * *
Pedro se comió el caramelo camino a su casa y esa noche, mientras cenaban, le contó al papá:
   –En la escuela nos mandaron a hacer una composición.
   –Mmm. ¿Sobre qué? –preguntó el papá comiendo la sopa.
   –«Lo que hace mi familia por las noches».
   El papá dejó caer la cuchara sobre el plato y saltó una gota de sopa sobre el mantel. Miró a la mamá.
   –¿Y tú qué escribiste, hijo? –preguntó la mamá.
   Pedro se levantó de la mesa y fue a buscar entre sus cuadernos.
   –¿Quieren que se las lea? El capitán me felicitó.
   Y les mostró donde el capitán había escrito con tinta verde: «¡Bravo! ¡Te felicito!».
   –El capitán... ¿qué capitán? –gritó el papá.
   –El que nos mandó a hacer la composición.
   Los papás se volvieron a mirar y Pedro empezó a leer:
   –«Escuela Siria. Tercer grado...».
   El papá lo interrumpió:
   –Sí, está bien, pero lee directamente la composición, ¿quieres?
   Y mientras los padres escuchaban con mucha atención, Pedro leyó:
   –«Cuando mi papá vuelve del trabajo, yo voy a esperarlo al autobús. A veces, mi mamá está en la casa y cuando llega mi papá le dice quiubo chico, cómo te fue hoy. Bien le dice mi papá y a ti cómo te fue, aquí estamos le dice mi mamá. Entonces yo salgo a jugar fútbol y me gusta meter goles de cabecita. Después viene mi mamá y me dice ya Pedrito venga a comer y luego nos sentamos a la mesa y yo siempre me como todo menos la sopa que no me gusta. Después todas las noches mi papá y mi mamá se sientan en el sillón y juegan ajedrez y yo termino la tarea. Y ellos siguen jugando ajedrez hasta que es la hora de irse a dormir. Y después, después no puedo contar porque me quedo dormido.
»Firmado: Pedro Malbrán.
»Nota: si me dan un premio por la composición ojalá sea una pelota de fútbol, pero no de plástico».
   Pedro levantó la mirada y se dio cuenta de que sus padres estaban sonriendo.
   –Bueno –dijo el papá–, habrá que comprar un ajedrez, por si las moscas.

martes, 5 de marzo de 2019

Los fantásticos libros voladores del Sr. Morris Lessmore, de William Joyce

   Morris Lessmore amaba las palabras.
Amaba las historias.
Amaba los libros.
Su vida era un libro que él mismo escribía, metódicamente, página tras página. Lo abría cada mañana y escribía sobre sus penas, alegrías y todo lo que sabía y anhelaba.
   Pero toda historia tiene sus altibajos.
Un día el cielo se oscureció.
El viento sopló y sopló...
   ... hasta que todo lo que Morris alguna vez había conocido quedó revuelto. Incluso las palabras de su libro.
   No supo qué hacer ni hacia dónde dirigirse. Así que empezó a caminar y caminar, sin rumbo fijo.
   Entonces una curiosa casualidad cruzó su camino. En lugar de bajar la mirada, como solía hacer, Morris Lessmore miró hacia arriba. Cruzando el cielo, sobre él, Morris vio a una simpática señorita que era transportada por un alegre escuadrón de libros voladores.
   Morris se preguntó si su libro podría volar. Pero no podía; solo caía al suelo produciendo un ruido deprimente.
La señorita que volaba supo que Morris simplemente necesitaba una buena historia, así que le envió su favorita. El libro, amistoso, insistió en que Morris le siguiera.
   El libro le guio hasta un edificio extraordinario donde muchos libros, aparentemente, «anidaban».
   Morris caminó hacia dentro lentamente, y descubrió la habitación más misteriosa y fascinante que había visto en su vida.
El aleteo de incontables páginas llenaba el espacio, y Morris podía escuchar el cuchicheo de miles de historias diferentes, como si cada libro le susurrara una invitación a la aventura.
   Entonces su nuevo amigo voló hacia él, y posándose en su brazo se sostuvo abierto, como esperando a que lo leyeran. El cuarto crujió de felicidad.
Y así fue cómo la vida de Morris entre los libros comenzó.
   Morris trataba de mantener los libros en cierto orden, pero siempre se mezclaban entre sí. Las tragedias visitaban a las comedias cuando se sentían tristes. Las enciclopedias, cansadas de tantos datos, se relajaban entre los libros de ficción y los cómics. Todo era un divertido revoltijo.
Morris era feliz cuidando a los libros; le llenaba de satisfacción arreglar encuadernados frágiles, y pacientemente desdoblaba las esquinas de las páginas que lo necesitaban.
   Algunas veces Morris se perdía en un libro y tardaba muchos días en salir.
   A Morris le gustaba compartir los libros; algunas veces se trataba de uno de esos libros que todos disfrutaban, y en otras ocasiones de un volumen pequeño, olvidado o poco conocido.
«Todas las historias son importantes», decía Morris, y los libros estaban de acuerdo.
   De noche, después de que todas las historias que necesitaban contarse habían sido escuchadas y los inquietos libros se retiraban a sus lugares en los estantes, el gran diccionario tenía la última palabra.
ZZZZZZZZZZZZZZ
Era entonces que Morris regresaba a su propio libro, ese donde escribía sus alegrías, sus penas, todo lo que sabía y aquello que anhelaba.
   Los días pasaron.
   También los meses.
   Y luego los años.
   Más y más años...
   ... hasta que Morris se encorvó y arrugó.
Pero los libros nunca cambiaron, sus historias eran las mismas. Ahora sus amigos le cuidaban como él lo había hecho con ellos, y se organizaban para leerle todas las noches.
   Un buen día escribió la última página de su libro. Levantó la mirada y dijo, con un melancólico suspiro: «Creo que ha llegado el momento de irme».
   Los libros se entristecieron, pero lo entendieron. Morris tomó su sombrero y su bastón; mientras caminaba hacia la puerta se volvió y sonrió. «Os llevaré a todos aquí», dijo, colocando su mano sobre el corazón.
   Los libros agitaron sus páginas y Morris alzó el vuelo. Mientras cruzaba el cielo volvió a ser el mismo joven que un día, años atrás, descubriera los libros.
   Los libros estuvieron callados por un tiempo. Entonces notaron que Morris Lessmore había olvidado algo. «¡Es su libro!», dijo su mejor amigo. Ahí dentro estaba la historia de Morris. Páginas y páginas que guardaban todas sus alegrías y tristezas, todo lo que conocía y todo lo que alguna vez había anhelado.
   De pronto los libros escucharon un murmullo de asombro. Ahí, en la puerta, estaba una pequeña niña que admiraba aquel lugar fascinada. Entonces pasó algo fantástico: el libro de Morris Lessmore voló hacia ella y abrió sus páginas.
La niña comenzó a leer. Y así nuestra historia termina como comenzó...
   ... abriendo un libro.

lunes, 4 de marzo de 2019

Juul, de Gregie de Maeyer y Koen Vanmechelen

   Juul tenía rizos.
Rizos rojos.
Hilo de cobre.
Eso gritaban los otros: «¡Hilo de cobre!
¡Tienes mierda en el pelo!
¡Caca roja!».
Por eso, Juul cogió las tijeras.
Rizo a rizo a rizo, se los cortó.

   Juul tenía una cabeza pelada.
«¡Bola de billar! ¡Canica! ¡Huevo!» le gritaban los otros.
Por eso Juul se puso un gorro. El gorro se apoyaba en las orejas, que sobresalían.
Y los niños gritaban: «¡Orejas de soplillo! ¡Dumbo! ¡Abanícalas! ¡Échate a volar!».
A Juul le gustaría volar, volar muy lejos y no volver nunca.
De dos fuertes y rabiosos tirones, Juul se arrancó las orejas.

   El gorro cayó tapándole los ojos. No tenía orejas donde apoyarse. Por eso, ya no veía nada. Juul se chocaba contra todo. Contra amigos, contra paredes, contra mesas, contra armarios, contra postes. Veía estrellitas y la cabeza le daba vueltas. Juul abría los ojos como platos para no caerse y parpadeaba.

   «¡Mira, mira, Juul bizquea!» gritaban todos los niños. «¡Bizco! ¡Bizco!».
Y Juul cerró fuertemente los ojos. No quería ver nada más. Nunca más. Con sus pulgares, se apretó los ojos hasta sacarlos de sus cuencas. Cayeron al suelo como canicas calientes. Pero no botaron.

   Dolía mucho, muchísimo. Tanto que Juul comenzó a tartamudear. Se perdía en balbuceos.
Y los niños gritaban: «¡Ja, ja, tartamudo! ¡Tar tar tartaja!».

   Por eso Juul introdujo su lengua en el enchufe de la luz. La mitad de su boca estaba quemada. Su lengua... desapareció.

   Juul se tambaleaba de dolor. Iba sin rumbo de un lado a otro. Parecía como si sus piernas le fallaran.
«¡Patas torcidas! ¡Juul tiene las patas torcidas!» gritaban todos a coro. «¡Patizambo! ¡Desgraciado!».
Y Juul se fue derecho a las vías. Puso las piernas en los raíles. Pasó un tren. El tren dejó en los raíles un largo rastro rojo.

   Alguien encontró a Juul en el terraplén. Alguien sentó a Juul en una silla de ruedas.
Y los niños gritaron: «¡Mira, allí va Juul! ¡Juul sin piernas! ¡Juul silla de ruedas!».
Él empujaba y empujaba las ruedas para escapar rápido. Pero los niños consiguieron alcanzarlo. Untaron de porquería las ruedas de su silla. Allí donde Juul tenía que agarrar para avanzar. Para poder escapar.

   De rabia, Juul metió sus manos en agua hirviendo para tenerlas siempre y para siempre limpias. Sus manos se quemaron. Se llenaron de vejigas y ampollas, que reventaban y supuraban. Juul se había quemado tanto que sus manos fueron amputadas. Así lo ordenó el doctor.

   «¡Mira!», gritaban los otros, «Juul tiene brazos de salchicha. ¡Juul salchicha!», gritaban todos.
Entonces Juul se hizo llevar al zoo. Allí metió uno de sus brazos entre los barrotes de la jaula de los leones. Un león, de un enorme bocado, arrancó el brazo de Juul.

   El otro brazo, Juul lo metió entre las puertas del ascensor. No sintió nada cuando su brazo quedó atrapado en el primer piso.

   Juul solo tenía su torso y los niños gritaban: «¡Qué pena de torso! Si no lo tuviera, podríamos jugar al fútbol con la cabeza».
Entre todos, tiraron de Juul hasta que su cabeza se separó del torso. Pero era difícil jugar al fútbol con la cabeza de Juul. No botaba bien. Era posible lanzarla, pero chutar resultaba difícil. Incluso se falló un penalti. Antes de que hubieran podido meter un gol con Juul, los niños dejaron de jugar al fútbol. Abandonaron a Juul en el punto de penalti.


   Entonces llegó Nora. Hizo rodar a Juul hasta su cochecito de muñecas. Lo metió en él y se lo llevó a su casa. Lo lavó. Lo acarició y le dijo cosas bonitas. Nora puso a Juul en la silla de la muñeca.
Después de mirarlo un largo rato, le preguntó: «¿Qué es lo que te ha pasado?».
Nora cogió un lápiz y se lo puso a Juul en la boca. Le dio una hoja de papel. Y entonces Juul comenzó a escribir...

   Yo tenía rizos...
Rizos rojos.
Hilo de cobre.
Eso gritaban los otros:
«¡Hilo de cobre!
¡Tienes mierda en el pelo!
¡Caca roja!».
Por eso cogí las tijeras.
Rizo a rizo a rizo, me los corté...