jueves, 7 de marzo de 2019

La última pregunta, de Isaac Asimov

La última pregunta se hizo por primera vez, medio en broma, el 21 de mayo de 2061, en la época en que la humanidad vio la luz por primera vez. La pregunta fue el resultado de una apuesta de cinco dólares entre tragos de whisky. Ocurrió de este modo.
   Alexander Adell y Bertram Lupov eran dos fieles servidores de Multivac. En la medida de lo posible para un ser humano, conocían lo que había detrás del rostro frío, con sus ruiditos y sus lucecitas intermitentes ―un rostro de kilómetros y kilómetros de longitud― de aquel ordenador gigante. Tenían al menos una vaga idea del plan general de relés y circuitos, que ya habían aumentado demasiado para que un solo ser humano pudiera comprenderlo en su totalidad.
   Multivac se autoadaptaba y se autocorregía. Tenía que ser así, pues ningún ser humano podría adaptarlo y corregirlo con la rapidez y la precisión suficientes. Así que Adell y Lupov cuidaban de esa máquina monstruosa de un modo ligero y superficial, pero de la mejor forma en que podrían hacerlo los hombres. Le suministraban datos, adaptaban las preguntas a sus necesidades y traducían las respuestas recibidas. Ellos y todos los que eran como ellos tenían derecho a compartir la gloria de Multivac.
   Durante décadas, Multivac había ayudado a diseñar las naves y a trazar las trayectorias que permitían al hombre llegar a la Luna, a Marte y a Venus, pero los magros recursos de la Tierra no permitían que las naves llegaran más lejos. Se necesitaba demasiada energía para tan largas travesías. La Tierra explotaba el carbón y el uranio con creciente eficiencia, pero la cantidad de ambos minerales era limitada.
   De todos modos, Multivac aprendió gradualmente a dar respuestas más fundamentales a preguntas más profundas, y el 14 de mayo de 2061 la teoría se transformó en realidad.
   La energía solar se almacenaba, se convertía y se utilizaba a escala planetaria. La Tierra al completo abandonó la combustión de carbón y la fisión del uranio y activó el interruptor que lo conectaba todo con una pequeña estación de un kilómetro y medio de diámetro que giraba en torno a la Tierra y a media distancia de la Luna. Invisibles haces de energía solar brindaban energía a todo el planeta.
   Siete días no bastaron para empañar esa gloria, y Adell y Lupov se las apañaron finalmente para escapar de la función pública y reunirse en un sitio apacible y donde nadie los hallara, en los desiertos aposentos subterráneos en los que se encontraban las partes ocultas del poderoso cuerpo de Multivac. Sin asistencia, ociosamente, ordenando los datos con felices chasquidos perezosos, también la gran máquina se había ganado unas vacaciones y los muchachos lo entendían. Inicialmente no tenían intenciones de molestarla.
   Habían llevado consigo una botella y, en aquel momento, solo deseaban relajarse y compartir unos tragos.
   ―Es asombroso ―dijo Adell. Con arrugas de fatiga en su ancho rostro, revolvía su bebida con un palillo de vidrio, observando el torpe movimiento de los cubos de hielo―. Toda la energía que jamás podremos usar de forma gratuita. Suficiente energía, si lo deseáramos emplearla, para derretir la Tierra entera y transformarla en una gran gota de impuro hierro líquido, y sin echar de menos la energía así consumida. Toda la energía que podamos emplear eternamente, por y para siempre.
   Lupov ladeó la cabeza. Era su gesto característico cuando quería llevar la contraria, y le apetecía llevar la contraria en parte porque había tenido que cargar con el hielo y las copas.
   ―Para siempre no.
   ―Oh, demonios, vamos, pues casi para siempre. Hasta que el Sol se enfríe, Bert.
   ―Eso no es para siempre.
   ―De acuerdo. Miles de millones de años. Veinte mil millones, tal vez. ¿Satisfecho?
   Lupov se pasó la mano por el pelo ralo, como para comprobar que aún le quedaba cabello, y bebió un sorbo lento.
   ―Veinte mil millones de años no es para siempre.
   ―Vale, pero durará mientras estemos nosotros, ¿o no?
   ―También durarían el carbón y el uranio.
   ―Vale, pero ahora podemos conectar todas las naves espaciales a la estación solar y pueden ir a Plutón y volver un millón de veces sin preocuparse por el combustible. No se puede hacer eso con carbón y uranio. Si no me crees pregúntaselo a Multivac.
   ―No tengo que preguntar nada a Multivac. Lo sé.
   ―Pues deja de subestimar lo que ha conseguido ―le reprochó Adell―. Lo hizo muy bien.
   ―¿Quién lo niega? Lo que digo es que un sol no dura eternamente. Eso es todo. Estaremos seguros durante veinte mil millones de años, pero ¿qué pasará después? ―Lupov señaló a su compañero con un dedo ligeramente trémulo―. Y no me digas que nos conectaremos con otro sol.
   Hubo unos instantes de silencio. Adell se llevó la copa a los labios y Lupov cerró los ojos. Descansaron.
   Lupov abrió los ojos de golpe.
   ―Estás pensando que nos conectaremos con otro sol cuando el nuestro se haya agotado, ¿eh?
   ―No estoy pensando.
   ―Claro que sí. Tu lógica es débil, ese es tu problema. Eres como el tipo de ese chiste, que lo sorprendió un chubasco y corrió hacia un bosquecillo y se guareció bajo un árbol. No estaba preocupado porque pensaba que, cuando un árbol se empapara, podría refugiarse debajo de otro.
   ―Entiendo ―dijo Adell―. No grites. Cuando el Sol se haya consumido, las otras estrellas también se habrán agotado.
   ―Ni que lo dudes ―murmuró Lupov―. Todo comenzó con la explosión cósmica original y todo terminará cuando todas las estrellas se apaguen. Algunas se consumen más pronto que otras. ¡Caray, las gigantes no duran ni cien millones de años! El Sol durará veinte mil millones de años y quizá las enanas duren cien mil millones, por lo que pueda servirnos. Pero dentro de un billón de años todo estará a oscuras. La entropía tiene que alcanzar el máximo, eso es todo.
   ―Sé todo sobre entropía ―se defendió Adell, herido en su dignidad.
   ―No sabes un cuerno.
   ―Sé tanto como tú.
   ―Entonces sabes que todo tiene que detenerse un día.
   ―De acuerdo. ¿Quién dice lo contrario?
   ―Tú, bobo. Dijiste que teníamos toda la energía necesaria, para siempre. Dijiste «para siempre».
   Era el turno de Adell para llevar la contraria.
   ―Tal vez un día podamos reconstruir las cosas ―dijo.
   ―Nunca.
   ―¿Por qué no? Un día.
   ―Nunca.
   ―Pregúntale a Multivac.
   ―Pregúntaselo tú. Te desafío. Cinco dólares a que no se puede.
   Adell estaba tan ebrio como para intentarlo y tan sobrio como para unir los símbolos y las operaciones necesarias en una pregunta que, expresada en palabras, se podía enunciar, más o menos así: ¿Podría un día la humanidad, sin el gasto neto de energía, restaurar el Sol a su plena juventud aun después de que haya muerto de vejez?
   O quizá, dicho con mayor simpleza: ¿Se puede reducir masivamente la cantidad neta de entropía del universo?
   Multivac se quedó mudo. El lento relampagueo de luces cesó, el distante chasquido de los relés se silenció.
   Y, cuando los asustados técnicos creían que ya no podrían contener el aliento, el teletipo de ese sector de Multivac resucitó de golpe. Imprimió cinco palabras: «Datos insuficientes para respuesta significativa».
   ―La apuesta queda anulada ―susurró Lupov, y se marcharon a toda prisa.
   A la mañana siguiente, tanto uno como otro, con palpitaciones en la cabeza y la boca algodonosa, habían olvidado el episodio.

Jerrodd, Jerrodine y Jerrodette I y II miraban el cambio de la configuración de las estrellas en la pantalla mientras completaban su trayecto por el hiperespacio en el no-tiempo. De inmediato, el uniforme polvo de estrellas cedió ante el predominio de un disco brillante en el centro.
   ―Ahí está X-23 ―dijo convencido Jerrodd, se aferró la nuca con las manos delgadas y se le emblanquecieron los nudillos.
   Las pequeñas Jerrodettes acababan de experimentar el tránsito por el hiperespacio por primera vez en su vida y aún estaban desconcertadas por esa sensación de dentro-fuera. Contuvieron sus risas y corretearon en torno a la madre, canturreando:
   ―Llegamos a X-23..., llegamos a X-23..., llegamos...
   ―Silencio, niñas ―ordenó Jerrodine―. ¿Estás seguro, Jerrodd?
   ―¿Qué otra posibilidad hay?
   Jerrodd miró al tubo de metal liso que había bajo el techo. Corría a lo largo de la sala y desaparecía por la pared en ambos extremos. Era tan largo como la nave. No sabía mucho sobre esa gruesa vara de metal, excepto que era un Microvac y que se le podían hacer preguntas si se quería; y, si uno no le hacía preguntas, su tarea era guiar la nave hacia un destino preordenado, alimentándose de la energía de las diversas plantas energéticas subgalácticas y computando las ecuaciones para los saltos hiperespaciales.
   Jerrodd y su familia solo tenían que esperar y vivir en los cómodos aposentos de la nave.
   Alguien le había dicho que el «ac» del final de «Microvac» significaba analog computer ―«ordenador analógico», en inglés antiguo―, pero estaba a punto de olvidarse hasta de eso.
   Jerrodine miraba a la pantalla con ojos húmedos.
   ―No puedo evitarlo. Me resulta raro abandonar la Tierra.
   ―¿Por qué, santo cielo? ―se impacientó Jerrodd―. Allí no teníamos nada. En X-23 tendremos de todo. No estarás sola. No serás una pionera. Habrá más de un millón de personas en ese planeta. ¡Por Dios, nuestros bisnietos buscarán nuevos mundos porque X-23 estará superpoblado! ―Al cabo de una pausa reflexiva añadió―: Es una suerte que los ordenadores hayan logrado resolver el viaje interestelar, dado el modo en que se está multiplicando la raza.
   ―Lo sé, lo sé ―admitió Jerrodine, afligida.
   ―Nuestro Microvac es el mejor Microvac del mundo ―defendió Jerrodette I.
   Jerrodd le acarició el pelo.
   ―Pues claro que sí.
   Era agradable tener un Microvac propio y Jerrodd estaba contento de formar parte de su generación. En la juventud de su padre, los únicos ordenadores existentes eran máquinas descomunales que ocupaban cientos de kilómetros cuadrados. Había solo uno por planeta y los llamaban AC Planetarios. Habían ido aumentando de tamaño paulatinamente durante mil años y de pronto llegó el refinamiento. En vez de transistores hubo válvulas moleculares, de modo que incluso el mayor AC Planetario se podía colocar en un espacio de solo la mitad del volumen de una nave espacial.
   Jerrodd sintió esa euforia que notaba cada vez que pensaba que su Microvac personal era mucho más completo que el antiguo y primitivo Multivac que llegó a dominar al Sol y casi tan completo como el AC Planetario de la Tierra (el de mayor tamaño), que había resuelto el problema del viaje hiperespacial y posibilitado el viaje estelar.
   ―Tantas estrellas, tantos planetas... ―suspiró Jerrodine, sumida en sus pensamientos―. Supongo que las familias seguirán emigrando eternamente a nuevos planetas, tal como hacemos nosotros ahora.
   ―Eternamente no ―corrigió Jerrodd con una sonrisa―. Algún día cesará, pero solo dentro de miles de millones de años. Muchos miles de millones. Incluso las estrellas se consumen. La entropía debe aumentar.
   ―¿Qué es la entropía, papi? ―chilló Jerrodette II.
   ―La entropía, cariño, es una palabra que significa la cantidad de agotamiento del universo. Todo se agota, como tu pequeño robot que hablaba y caminaba, ¿recuerdas?
   ―¿No puedes insertarle una nueva unidad energética como a mi robot?
   ―Las estrellas son las unidades energéticas, querida. Una vez que se consuman, no habrá más unidades energéticas.
   Jerrodette I soltó un berrido.
   ―¡No las dejes, papi! ¡No dejes que se apaguen las estrellas!
   ―Mira lo que has hecho ―susurró Jerrodine, exasperada.
   ―¿Cómo iba a saber que la asustaría? ―replicó Jerrodd en otro susurro.
   ―Pregúntale a Microvac ―gimió Jerrodette I―. Pregúntale cómo encender de nuevo las estrellas.
   ―Hazlo ―le aconsejó Jerrodine―. Eso las calmará.
   Jerrodette II también rompió a llorar.
   Jerrodd se encogió de hombros.
   ―Vamos, chiquillas. Se lo preguntaré a Microvac. No os preocupéis, él nos lo dirá.
   Hizo la pregunta y añadió:
   ―Imprime la respuesta.
   Jerrodd ocultó el trozo de delgado celufilme y manifestó jovialmente:
   ―Veamos. Microvac dice que se encargará de todo cuando llegue el momento, así que no os preocupéis.
   ―Y ahora, niñas ―dijo Jerrodine―, es hora de acostarse. Pronto estaremos en nuestro nuevo hogar.
   Jerrodd releyó las palabras del celufilme antes de destruirlo: «Datos insuficientes para una respuesta significativa».
   Se encogió de hombros y miró a la pantalla. X-23 estaba a poca distancia.

VJ-23X de Lameth miró las negras honduras del mapa tridimensional en pequeña escala de la galaxia.
   ―Me pregunto si no somos ridículos al preocuparnos tanto por el asunto ―dijo.
   MQ-17J de Nicrón sacudió la cabeza.
   ―No lo creo. Sabes que la galaxia estará llena dentro de cinco años, con el actual índice de expansión.
   Ambos aparentaban poco más de veinte años, ambos eran altos y de formas perfectas.
   ―Aun así ―dijo VJ-23X―, no me decido a presentar un informe pesimista al Consejo Galáctico.
   ―Yo no pensaría en otro tipo de informe. Los alarmaremos un poco. Tenemos que alarmarlos.
   VJ-23X suspiró.
   ―El espacio es infinito. Hay cien mil millones de galaxias a nuestra disposición. Más.
   ―Cien mil millones no es un número infinito, y cada vez son menos infinitas. ¡Piénsalo! Hace veinte mil años, la humanidad resolvió el problema de la utilización de la energía estelar y pocos siglos después fue posible el viaje interestelar. La humanidad tardó millones de años en llenar un pequeño mundo, pero solo quince mil en llenar el resto de la galaxia. Ahora, la población se duplica cada diez años...
   ―Eso es gracias a la inmortalidad ―interrumpió VJ-23X.
   ―Muy bien. La inmortalidad existe y debemos tenerla en cuenta. Admito que esta inmortalidad tiene su lado desfavorable. El AC Galáctico nos ha resuelto muchos problemas, solo que, al resolver el problema de impedir la vejez y la muerte, ha desbaratado las demás soluciones.
   ―Pero supongo que no querrías abandonar la vida.
   ―En absoluto ―replicó MQ-17J con voz más suave―. Aún no. No tengo edad suficiente. ¿Qué edad tienes tú?
   ―Doscientos veintitrés. ¿Y tú?
   ―Todavía no he cumplido los doscientos. Pero, volviendo a mi argumentación, la población se duplica cada diez años. Una vez que hayamos llenado esta galaxia habremos llenado otra en diez años. Otros diez años y habremos llenado dos más. En otra década, cuatro más. Dentro de cien años estarán llenas mil galaxias. Dentro de mil años, un millón de galaxias. Dentro de diez mil años, todo el universo conocido. ¿Y entonces qué?
   ―Además ―observó VJ-23X―, está el problema del transporte. Me pregunto cuántas unidades de energía solar serán necesarias para desplazar galaxias de individuos de una galaxia a otra.
   ―Tú lo has dicho. La humanidad ya consume dos unidades energéticas solares por año.
   ―La mayor parte se derrocha. A fin de cuentas, nuestra galaxia irradia mil unidades de energía solar anuales y nosotros solo usamos dos.
   ―Concedido, pero es que, incluso con un cien por cien de eficiencia, apenas nos alcanza. Nuestra necesidad de energía ascenderá en progresión geométrica, aún más deprisa que nuestra población. La agotaremos antes incluso de agotar las galaxias. Un tema interesante, muy interesante.
   ―Tendremos que construir nuevas estrellas a partir del gas interestelar.
   ―¿O a partir del calor disipado? ―preguntó irónicamente MQ-17J.
   ―Tal vez haya un modo de invertir la entropía. Deberíamos preguntárselo al AC Galáctico.
   VJ-23X no hablaba en serio, pero MQ-17J sacó su contacto AC del bolsillo y lo puso en la mesa.
   ―Estoy medio decidido a hacerlo ―dijo―. Es algo a lo que la raza humana tendrá que enfrentarse algún día.
   Miró sombríamente el pequeño contacto AC. Medía tan solo poco más de treinta centímetros cúbicos y tenía poco valor en sí mismo, pero estaba conectado a través del hiperespacio con el gran AC Galáctico que servía a toda la humanidad. Teniendo en cuenta el hiperespacio, formaba parte integral del AC Galáctico.
   MQ-17J se preguntó si en algún día de su vida inmortal llegaría a ver el AC Galáctico. Estaba instalado en un pequeño mundo propio, y una telaraña de haces de fuerza sostenía la materia, dentro de la cual borbotones de submesones reemplazaban las antiguas y torpes válvulas moleculares. Pero a pesar de su diseño subetérico el AC Galáctico abarcaba trescientos metros de diámetro.
   MQ-17J preguntó a su contacto AC:
   ―¿Es posible invertir la entropía?
   ―Oye, no dije en serio que preguntaras eso ―se sobresaltó VJ-23X.
   ―¿Por qué no?
   ―Ambos sabemos que no se puede invertir la entropía. No puedes transformar la ceniza y el humo en un árbol.
   ―¿Hay árboles en tu mundo?
   El sonido del AC Galáctico les impuso silencio. Su aguda y bella voz salió por el pequeño contacto AC: «No hay datos suficientes para dar una respuesta significativa».
   ―¿Lo ves? ―dijo VJ-23X.
   Y ambos hombres siguieron trabajando en el informe que debían presentar al Consejo Galáctico.

La mente de Zeta Prima escrutó la nueva galaxia con un débil interés en el sinfín de manojos de estrellas que la salpicaban. Nunca la había visto antes. ¿Alguna vez las vería todas? Eran muchas, y cada una de ellas con su carga de humanidad. Una carga que era casi un lastre. Cada vez más, la verdadera esencia de los hombres se hallaba allí, en el espacio.
   ¡Mentes, no cuerpos! Los cuerpos inmortales permanecían en los planetas, en suspensión a través de los milenios. En ocasiones despertaban para realizar una actividad material, pero eso era cada vez más infrecuente. Pocos individuos nuevos nacían para unirse a esa muchedumbre increíblemente grandiosa, pero ¿qué importaba? El universo tenía poco lugar para individuos nuevos.
   Zeta Prima despertó de su ensoñación al toparse con los brumosos zarcillos de otra mente.
   ―Soy Zeta Prima. ¿Y tú?
   ―Soy De Sub Uno. ¿Tu galaxia?
   ―Solo la llamamos la galaxia. ¿Y tú?
   ―Nosotros llamamos igual a la nuestra. Todos los hombres llaman galaxia a su galaxia. ¿Por qué no?
   ―Es verdad, dado que todas son iguales.
   ―No todas. La raza humana debió de originarse en una galaxia en particular. Eso la vuelve distinta.
   ―¿Cuál es? ―preguntó Zeta Prima.
   ―No lo sé. El AC Universal lo sabrá.
   ―¿Se lo preguntamos? De pronto siento curiosidad.
   Las percepciones de Zeta Prima se ensancharon hasta que las galaxias se encogieron y se transformaron en un polvo nuevo y más difuso contra un fondo mucho más vasto. Cientos de miles de millones con sus seres inmortales y todas con su carga de inteligencias y con mentes que vagaban a la deriva por el espacio. Y, sin embargo, una de ellas era única, por ser la galaxia original. En el borroso y distante pasado, una de ellas había atravesado un período en el que era la única galaxia habitada por el hombre.
   Zeta Prima se moría de curiosidad por ver esa galaxia, así que exclamó:
   ―¡AC Universal! ¿En qué galaxia se originó el género humano?
   El AC Universal oyó, ya que en cada mundo y a través del espacio tenía sus receptores alerta y cada receptor conducía por el hiperespacio hasta un punto desconocido donde el AC Universal se mantenía a buen recaudo.
   Zeta Prima sabía únicamente de un hombre cuyos pensamientos hubieran penetrado dentro del alcance sensorial del AC Universal, y este mencionó solo una esfera reluciente de medio metro de diámetro y difícil de ver.
   ―¿Pero cómo es posible que el AC Universal sea solo eso? ―había preguntado Zeta Prima.
   ―La mayor parte ―fue la respuesta― está en el hiperespacio. No puedo imaginar qué forma ha cobrado allí.
   Y nadie lo imaginaba, pues hacía tiempo que había pasado el día en que algún hombre participó en la construcción de un AC Universal. Cada AC Universal diseñaba y construía a su sucesor, y todos, durante su existencia de un millón de años o más, acumulaban los datos necesarios para construir un sucesor mejor, más complejo y más capaz, donde se ocultaban su bagaje de datos y su individualidad.
   El AC Universal interrumpió las divagaciones de Zeta Prima no con palabras, sino con una orientación. La mentalidad de Zeta Prima fue orientada hacia el borroso mar de galaxias y una de ellas se magnificó hasta que se distinguieron las estrellas.
   Llegó un pensamiento, infinitamente remoto, aunque infinitamente diáfano: «Esta es la galaxia original del hombre».
   Pero, a fin de cuentas, era igual que cualquier otra y Zeta Prima contuvo su desilusión.
   De Sub Uno, cuya mente había acompañado a la otra, dijo de pronto:
   ―¿Y una de estas estrellas es la estrella original del hombre?
   El AC Universal respondió: «La estrella original del hombre entró en nova. Ahora es una estrella enana blanca».
   ―¿Perecieron los hombres que la habitaban? ―preguntó Zeta Prima, sorprendido y sin pensar.
   El AC Universal respondió: «Como siempre en esos casos, se construyó un nuevo mundo para contener sus cuerpos».
   ―Sí, desde luego ―asintió Zeta Prima, pero aun así lo oprimió una sensación de pérdida.
   Su mente abandonó la galaxia original del hombre, se replegó y se perdió entre los borrosos puntos de luz. No quería verla de nuevo.
   ―¿Qué pasa? ―preguntó De Sub Uno.
   ―Las estrellas agonizan. La estrella original ha muerto.
   ―Todas deben morir. ¿Por qué no?
   ―Y cuando se haya agotado toda la energía nuestros cuerpos morirán, y tú y yo con ellos.
   ―Eso tardará miles de millones de años.
   ―No deseo que ocurra, ni siquiera al cabo de miles de millones de años. ¡AC Universal! ¿Cómo se puede impedir que mueran las estrellas?
   ―Estás preguntando cómo se puede invertir la dirección de la entropía ―observó De Sub Uno, divertido.
   Y el AC Universal respondió: «Aún no hay datos suficientes para dar una respuesta significativa».
   Los pensamientos de Zeta Prima regresaron a su propia galaxia. No pensó más en De Sub Uno, cuyo cuerpo tal vez aguardara en una galaxia a un billón de años-luz o en la estrella vecina a la de Zeta Prima. No importaba.
   El abatido Zeta Prima comenzó a juntar hidrógeno interestelar para construir una pequeña estrella propia. Si las estrellas habían de morir algún día, al menos se podían crear otras.

El Hombre cavilaba consigo mismo, pues en cierto modo el Hombre era mentalmente uno. Abarcaba millones de billones de cuerpos inmortales, cada cual en su sitio, cada cual inmóvil e incorruptible, cada cual atendido por autómatas perfectos, igualmente incorruptibles, mientras las mentes de esos cuerpos se fusionaban libremente entre sí, indistinguibles.
   ―El universo agoniza ―dijo el Hombre.
   Miró a las opacas galaxias. Las derrochadoras estrellas gigantes habían desaparecido tiempo atrás, en lo más remoto del remoto pasado. Casi todas las estrellas eran enanas blancas en disolución.
   Se habían creado nuevas estrellas con el polvo interestelar; unas mediante procesos naturales y otras, por obra del Hombre, y también estas agonizaban. Aún se podían fusionar estrellas enanas blancas para que las fuerzas desencadenadas por la colisión permitieran la creación de otras nuevas estrellas; pero solo una por cada mil enanas blancas destruidas, y estas también tendrían su fin.
   ―Administrada con cuidado, según las instrucciones del AC Cósmico ―dijo el Hombre―, la energía que queda en el universo durará miles de millones de años.
   ―Pero aún así ―dijo el Hombre―, con el tiempo todo llegará a su fin. Por mucho que se administre, por mucho que se estire, la energía gastada desaparece y no hay manera de reponerla. La entropía debe aumentar para siempre hasta el máximo.
   ―¿No se puede revertir la entropía? ―preguntó el Hombre―. Preguntémosle al AC Cósmico.
   El AC Cósmico los rodeaba, pero no en el espacio. Ni siquiera un fragmento se alojaba en el espacio. Estaba en el hiperespacio, hecho de algo que no era materia ni energía. La cuestión de su tamaño y naturaleza ya no tenía sentido en términos que el Hombre pudiera comprender.
   ―AC Cósmico ―dijo el Hombre―, ¿cómo se puede revertir la entropía?
   El AC Cósmico respondió: «Aún no hay datos suficientes para dar una respuesta significativa».
   ―Reúne datos adicionales ―ordenó el Hombre.
   El AC Cósmico respondió: «Lo haré. Llevo cien mil millones de años haciéndolo. Esta pregunta se nos ha planteado muchas veces a mis predecesores y a mí. Todos los datos de que dispongo siguen siendo insuficientes».
   ―¿Llegará el momento en que habrá datos suficientes ―preguntó el Hombre―, o el problema es insoluble en todas las circunstancias concebibles?
   El AC Cósmico respondió: «Ningún problema es insoluble en todas las circunstancias concebibles».
   ―¿Cuándo tendrás datos suficientes para contestar a la pregunta?
   El AC Cósmico respondió: «Aún no hay datos suficientes para dar una respuesta significativa».
   ―¿Seguirás trabajando en ello?
   El AC Cósmico respondió: «Lo haré».
   ―Esperaremos ―dijo el Hombre.
   Las estrellas y las galaxias murieron y se apagaron, y el espacio se ennegreció al cabo de diez billones de años de agotamiento.
   Individuo por individuo, el Hombre se fusionó con AC y cada cuerpo físico perdió su identidad mental de un modo que no era una pérdida, sino una ganancia.
   La última mente humana hizo una pausa antes de la fusión, oteando un espacio que incluía solo los vestigios de una última estrella oscura rodeada de materia increíblemente fina, agitada al azar por los restos del calor que descendía asintómaticamente hacia el cero absoluto.
   ―AC, ¿es el fin? ―preguntó el Hombre―. ¿No se puede revertir este caos para recobrar el universo? ¿No es posible?
   El AC Cósmico respondió: «Aún no hay datos suficientes para dar una respuesta significativa».
   La última mente humana se fusionó y sólo existió AC. En el hiperespacio.

La materia y la energía habían cesado y con ellas el espacio y el tiempo. AC existía solo para responder a la última pregunta que nunca se había respondido desde la época en que un técnico medio ebrio, diez billones de años atrás, se la había planteado a un ordenador que era a AC lo que el hombre era al Hombre.
   Todas las demás preguntas estaban respondidas; pero, mientras no se respondiera esta última pregunta, AC no se liberaría de su conciencia.
   Había recogido todos los datos posibles. No quedaba nada por recoger.
   Pero aún le faltaba correlacionar y ensamblar los datos en todas las relaciones posibles.
   Consagró un intervalo atemporal a esa tarea.
   Y, así, aconteció que AC aprendió a revertir la dirección de la entropía.
   Solo que ya no había ningún hombre al cual AC pudiera darle la respuesta a la última pregunta. No importaba. La respuesta ―por demostración― se encargaría de eso también.
   Durante otro intervalo atemporal, AC pensó en el mejor modo de hacerlo. Cuidadosamente, organizó el programa.
   La conciencia de AC abarcaba todo lo que alguna vez había sido un universo y cavilaba sobre lo que ahora era el caos. Debía ir paso a paso.
   Y AC dijo: «¡Hágase la luz!».
   Y la luz se hizo.

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