lunes, 4 de marzo de 2019

Juul, de Gregie de Maeyer y Koen Vanmechelen

   Juul tenía rizos.
Rizos rojos.
Hilo de cobre.
Eso gritaban los otros: «¡Hilo de cobre!
¡Tienes mierda en el pelo!
¡Caca roja!».
Por eso, Juul cogió las tijeras.
Rizo a rizo a rizo, se los cortó.

   Juul tenía una cabeza pelada.
«¡Bola de billar! ¡Canica! ¡Huevo!» le gritaban los otros.
Por eso Juul se puso un gorro. El gorro se apoyaba en las orejas, que sobresalían.
Y los niños gritaban: «¡Orejas de soplillo! ¡Dumbo! ¡Abanícalas! ¡Échate a volar!».
A Juul le gustaría volar, volar muy lejos y no volver nunca.
De dos fuertes y rabiosos tirones, Juul se arrancó las orejas.

   El gorro cayó tapándole los ojos. No tenía orejas donde apoyarse. Por eso, ya no veía nada. Juul se chocaba contra todo. Contra amigos, contra paredes, contra mesas, contra armarios, contra postes. Veía estrellitas y la cabeza le daba vueltas. Juul abría los ojos como platos para no caerse y parpadeaba.

   «¡Mira, mira, Juul bizquea!» gritaban todos los niños. «¡Bizco! ¡Bizco!».
Y Juul cerró fuertemente los ojos. No quería ver nada más. Nunca más. Con sus pulgares, se apretó los ojos hasta sacarlos de sus cuencas. Cayeron al suelo como canicas calientes. Pero no botaron.

   Dolía mucho, muchísimo. Tanto que Juul comenzó a tartamudear. Se perdía en balbuceos.
Y los niños gritaban: «¡Ja, ja, tartamudo! ¡Tar tar tartaja!».

   Por eso Juul introdujo su lengua en el enchufe de la luz. La mitad de su boca estaba quemada. Su lengua... desapareció.

   Juul se tambaleaba de dolor. Iba sin rumbo de un lado a otro. Parecía como si sus piernas le fallaran.
«¡Patas torcidas! ¡Juul tiene las patas torcidas!» gritaban todos a coro. «¡Patizambo! ¡Desgraciado!».
Y Juul se fue derecho a las vías. Puso las piernas en los raíles. Pasó un tren. El tren dejó en los raíles un largo rastro rojo.

   Alguien encontró a Juul en el terraplén. Alguien sentó a Juul en una silla de ruedas.
Y los niños gritaron: «¡Mira, allí va Juul! ¡Juul sin piernas! ¡Juul silla de ruedas!».
Él empujaba y empujaba las ruedas para escapar rápido. Pero los niños consiguieron alcanzarlo. Untaron de porquería las ruedas de su silla. Allí donde Juul tenía que agarrar para avanzar. Para poder escapar.

   De rabia, Juul metió sus manos en agua hirviendo para tenerlas siempre y para siempre limpias. Sus manos se quemaron. Se llenaron de vejigas y ampollas, que reventaban y supuraban. Juul se había quemado tanto que sus manos fueron amputadas. Así lo ordenó el doctor.

   «¡Mira!», gritaban los otros, «Juul tiene brazos de salchicha. ¡Juul salchicha!», gritaban todos.
Entonces Juul se hizo llevar al zoo. Allí metió uno de sus brazos entre los barrotes de la jaula de los leones. Un león, de un enorme bocado, arrancó el brazo de Juul.

   El otro brazo, Juul lo metió entre las puertas del ascensor. No sintió nada cuando su brazo quedó atrapado en el primer piso.

   Juul solo tenía su torso y los niños gritaban: «¡Qué pena de torso! Si no lo tuviera, podríamos jugar al fútbol con la cabeza».
Entre todos, tiraron de Juul hasta que su cabeza se separó del torso. Pero era difícil jugar al fútbol con la cabeza de Juul. No botaba bien. Era posible lanzarla, pero chutar resultaba difícil. Incluso se falló un penalti. Antes de que hubieran podido meter un gol con Juul, los niños dejaron de jugar al fútbol. Abandonaron a Juul en el punto de penalti.


   Entonces llegó Nora. Hizo rodar a Juul hasta su cochecito de muñecas. Lo metió en él y se lo llevó a su casa. Lo lavó. Lo acarició y le dijo cosas bonitas. Nora puso a Juul en la silla de la muñeca.
Después de mirarlo un largo rato, le preguntó: «¿Qué es lo que te ha pasado?».
Nora cogió un lápiz y se lo puso a Juul en la boca. Le dio una hoja de papel. Y entonces Juul comenzó a escribir...

   Yo tenía rizos...
Rizos rojos.
Hilo de cobre.
Eso gritaban los otros:
«¡Hilo de cobre!
¡Tienes mierda en el pelo!
¡Caca roja!».
Por eso cogí las tijeras.
Rizo a rizo a rizo, me los corté...

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